Dónde escribir
Quiero escribir. Muy bien. Escritor es el que escribe. Sólo
escribiendo y leyendo se mejora. Pero dónde.
Yo escribo a mano. Con teclado no me sale. Lo siento, pero
no me pone cachondo escribir con el cacharro con el que redacto informes, meto
datos en una aplicación, envío facturas y correos a proveedores. No. No me pone
nada. Así que escribo a mano. Con un cuaderno y un bolígrafo. En eso soy muy
maniático. Dedicaré una entrada a eso. Pero hoy hablaremos del dónde.
El primer sitio que se me ocurre es la casa. Escribir en
casa. Es lo más cómodo. Pero tengo niños pequeños. Tienen que estar dormidos
para que yo pueda juntar dos letras sin tener que escuchar un “papá” cada dos
por tres. Si están dormidos, en ese preciso momento, de repente me parece más
interesante pasar el rato con su madre…Puedes encerrarte en el wáter, pero a
los diez minutos vendrán a preguntarte si estás bien o si te ha tragado el
sanitario. La casa, la casa es difícil. Puedes levantarte una hora antes y
ponerte a escribir. Pero al menos yo, cuando me levanto, no sé ni andar, como
para empuñar un bolígrafo. No. La casa no.
El trabajo. Al trabajo se va a trabajar, si no te despiden.
Luego, escribir en el trabajo sería siempre una actividad de alto riesgo y
clandestina. Lo que también tiene su morbo… Pero si te pillan te echan. Tal
como están las cosas, mucho riesgo por un poco de adrenalina. En el trabajo no.
En el transporte público. En las ciudades nos tiramos una
hora lo menos en el transporte público, una para ir y otra para volver, quiero
decir. Pero a mi recto entender el transporte presenta dos problemas. Problema
uno, el vaivén. El metro traquetea y el de Madrid, concretamente, parece que lo
conduce un mono atado a la palanca de marcha, porque arranca y frena, pilla
velocidad y frenazo que te pego. Les dan puntos por tirar pasajeros al suelo.
Lo hacen con buena intención, buscan que el personal intime chocándose.
Problema dos, el qué dirán. Tú puedes sacar una tablet, teclear el móvil, escuchar
música a todo trapo, aporrear un portátil, que nadie mirará. Pero como enseñes
un cuaderno, ay amigo, todas las miradas se posarán en ti. Surgirán hocicos
curiosos por encima de tu hombro. Aparecerán ojos malsanos pensando “este tipo
de qué platillo volante se habrá caído”. Si sumas los problemas uno y dos, el cuaderno
y el vaivén del chachachá, el resultado será un tipo haciendo surf sobre un cuaderno y todo
un vagón descojonándose de risa. En el transporte público no.
En un café muy cuqui. Guau. Eso sí que suena bien. Es chic,
tiene algo de bohemio. Te tomas un café mientras escribes. Es parisino. Pero
presenta el problema número dos del metro. Es cierto que ha desaparecido el
desalmado traquetreo, pero las miradas perversas no sólo se mantienen, se
acentúan. En los cafés las parejas, los amigos y la gente en general no saben
qué decirse, porque ya han despellejado mil veces a sus vecinos y conocidos, por
lo que encontrarán un blanco perfecto en ese friqui de la mesa próxima a la
pared que escribe en un cuaderno. Si todavía quedan algunos que saben de qué hablar,
todavía es mucho peor, porque suelen hacerlo a gritos, felices de haber
encontrado al fin un tema de conversación. Con lo que te sacan de tu mundo de
ilusión y fantasía, ese desde el que los dioses te envían el fuego de la
inspiración. En un café muy cuqui no.
En un parque. Eh, sí. En un parque. ¿Por qué no lo había
pensado antes? Un tipo duerme en un banco. Otro habla a gritos por el móvil.
Una chica juega a tirarle un palito a su perro. Una anciana les lanza miguitas
a las palomas. Debajo de los árboles una pareja se mete mano. Aquí a nadie le
importará un carajo que saques un cuaderno y te pongas a escribir. Su vida ya
tiene un sentido para toda esta gente con independencia de lo que hagas tú. De
hecho, en este momento se están dedicando a algo que les gusta, porque están
relajados, porque en los parques no existen las reglas de etiqueta, ni lo que
se supone que es lo que hay que hacer. Así que te sientas en un banco, y te
pones a escribir. Y ¡Eureka! la letra fluye, las hojas se van llenando de garabatos.
¡Mierda! Se pone a llover. ¡Mierda! Cuarenta grados y todos los bancos con
sombra pillados.
Así que cuando voy a escribir, no me diferencio mucho de mi
abuelo cuando iba a podar las viñas, miro qué tiempo va a hacer. Este año sé
que no va a traer mucho vino, pero seguro que el que salga dará mucho grado.
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